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25 aniversario

El boom exportador

El sector exterior ha vivido años de crecimiento sostenido a pesar del frenazo actual

Foto: Michael Gaida

La entrada en la UE significó un antes y un después del sector exportador. Abrió el país a la competencia internacional y sirvió de acicate para salir al exterior. El euro fue un nuevo empujón. Desde entonces, las exportaciones no han dejado de crecer, aunque ahora haya una leve ralentización.

En los 80, España, más que nunca, perseguía la máxima orteguiana según la cual Europa era la solución a los problemas locales. Y hete aquí que en 1986 se obró el milagro y entró en lo que entonces era la Comunidad Económica Europea de la mano de la vecina Portugal. Fue, sin duda alguna, un antes y un después.

Por numerosas razones: porque se rompía definitivamente con décadas de aislamiento; porque nos reencontrábamos con un Viejo continente que, a pesar del nombre, era moderno y, para la mayoría, el no va más en el ámbito del bienestar y la libertad. Y porque, en definitiva, esa entrada iba a producir una concatenación de hechos que nos ha llevado a la situación actual en materia económica y comercial.

Para empezar, el país se tuvo que adaptar a una nueva realidad: se introdujeron numerosas reformas legislativas y fiscales de calado. En definitiva, se tuvo que trasponer el voluminoso acervo comunitario, además de cumplir con las condiciones de entrada, no siempre favorables. Y no fue fácil. Para algunos sectores, resultó traumático, pero entrar en un club como el comunitario requería de esfuerzos, aunque algunos no los entendieron así en aquel momento. La apuesta iba más allá de la economía: era geopolítica pura. Y también un acto de justicia histórica.

Así pues, el sector exterior, que no tenía ni mucho menos el peso actual, empezó a sentir los aires de cambio y apertura. Dos fueron las consecuencias directas: por un lado, el aumento del déficit comercial y la bajada de la tasa de cobertura; por el otro, Europa empezó a centrar el interés de las empresas exportadoras. Así, mientras en 1985 poco más de la mitad de las ventas iban dirigidas a los países de la UE, un lustro después, en 1990, ese porcentaje había crecido hasta el 71,5%.

La otra cara de la moneda fue el creciente déficit comercial. Tres fueron las causas principales: por un lado, el aumento de la demanda interna, que provocaba un aumento de las importaciones; por el otro, una peseta sobrevalorada (sí, entonces aún no existía el euro), que encarecía las ventas en el exterior y, por último, un sector productivo incapaz de hacer frente a la renovada competencia exterior, básicamente comunitaria.

El caso es que, en esos primeros años de apertura, las empresas exportadoras veían cómo el dinamismo en el mercado interior generaba unas tensiones inflacionistas que comprometían su competitividad, pues sus costes crecían más rápido que los de su competencia europea e internacional. Para frenar ese diferencial de inflación y para captar ahorro que ayudara a cubrir los déficits existentes, la política monetaria fue restrictiva, la peseta estaba cara y eso pasó factura al sector exterior: ralentizó su boom.

Los fastos del 92 (JJOO en Barcelona, Expo Universal en Sevilla y capitalidad cultural en Madrid) y la consiguiente política fiscal expansiva aplazaron lo que en el resto del mundo ya era una realidad: la crisis. Y aunque a nuestro país llegó con retraso, su impacto fue considerable.

En EEUU, la crisis le costó el cargo al presidente Bush, que cayó ante Bill Clinton, un desconocido gobernador de Arkansas, que con el lema “It’s the economy, stupid” atrajo la atención y los votos del ciudadano medio. En Europa, la reunificación alemana obligó al Bundesbank a subir los tipos de interés, lo que arrastró al resto de economías europeas por la senda de la desaceleración y la contracción. En el caso alemán, además, la reunificación provocó un largo estancamiento del que no salieron hasta aplicar una completa agenda reformista.

Lo que es evidente es que la reunificación alemana rompió el equilibrio político habido hasta la fecha. Francia ya no podía mirar de tú a tú a Bonn (después Berlín). En la mitteleuropa había emergido un gigante, la grosse Deutschland, y para conseguir el visto bueno de los aliados a la reunificación (recordemos que, en 1990, Alemania seguía ocupada militarmente por la URSS, EEUU, el Reino Unido y Francia), Helmut Kohl y Hans Dietrich Genscher aceptaron el proyecto de moneda única como muestra del compromiso de esa nueva Alemania con Europa.

Ese compromiso se produjo en un momento en el que precisamente las tensiones monetarias dinamitaron el Sistema Monetario Europeo. La libra y la lira se salieron del sistema y la peseta sufrió tres devaluaciones consecutivas entre septiembre de 1992 y la primavera de 1993.

Las devaluaciones supusieron un espaldarazo al sector exportador catalán y español. De la noche a la mañana, las empresas ganaron competitividad: sus productos y servicios resultaban más baratos que los de la competencia. En paralelo, se produjo un proceso de internacionalización que fue más allá del comercio: alcanzó el ámbito de las inversiones.

La década perdida latinoamericana en los 80 había provocado la aceptación del plan Brady. En consecuencia, los países sujetos a la refinanciación de su deuda externa estuvieron sujetos a cumplir con las medidas del denominado Consenso de Washington: tenían que abrir sus mercados, liberalizar el movimiento de capitales y privatizar empresas públicas.

En ese marco, los grandes bancos españoles, así como las grandes empresas públicas privatizadas, centradas en el sector de los servicios y las commodities, apostaron por países como Argentina, Chile, México o Brasil. Fue un salto cualitativo. Esas empresas ganaron tamaño, nuevos mercados y, a pesar de la deuda, ganaron también músculo para abordar su presencia en otras latitudes con economías más maduras.

Esa internacionalización fue, a pesar de algunas polémicas, un éxito que convirtió en multinacionales a un puñado de empresas locales. Pero se perdió una oportunidad: si bien en inversión el salto fue sensacional, comercialmente hablando, Latinoamérica siguió siendo una apuesta residual en materia comercial para el resto de empresas. La diversificación geográfica del patrón exportador se hizo de rogar a pesar del indudable efecto tracción de esas flamantes nuevas multinacionales.

Ya en la nueva centuria, y con el euro en el bolsillo, el crecimiento económico pareció entrar en un círculo virtuoso. Fueron numerosas las palancas de crecimiento: unas transferencias de renta directas de la UE gracias a los fondos estructurales y de cohesión, la llegada de inmigrantes que dinamizaban aún más la demanda interna y una política crediticia del sector bancario absolutamente desbocada, pues los tipos del BCE eran muy bajos y el interbancario europeo lanzaba hacia España verdaderas paletadas de euros. El país, pues, crecía mucho, no tanto por lo que exportaba, y sí gracias al crédito fácil y el ladrillo. Bien podría decirse que fue una época en la que se creció gracias al ahorro alemán.

La demanda interna fue tan elevada que las importaciones se dispararon: España compraba de todo a todo el mundo. Los salarios crecían a un fuerte ritmo, el diferencial de inflación sistemáticamente superior a los principales socios comerciales comprometía la competitividad internacional. Había en el horizonte algo más que nubarrones. Hasta que la tormenta se desató cuando el déficit comercial se desbocó: casi alcanzó los 100.000 MEUR en 2007. Un ritmo insostenible y una señal de que lo peor estaba por llegar.

El empecinamiento en no reconocer la evidencia, que la crisis era una realidad, ralentizó la toma de decisiones. Pero lo que podía haber sido una crisis quirúrgica se complicó por los déficits estructurales de un proyecto llamado Europa. No existían automatismos para el rescate en el caso de quiebra de cualquier economía nacional. Por eso mismo se desató una fenomenal batalla política entre países deudores y acreedores.

A lo que hay que añadir dos dinámicas que se entrecruzaron para desgracia del sur de Europa: por un lado, las exigencias de Berlín y Bruselas por la introducción de reformas y, por el otro, un euro muy apreciado. El pragmatismo estadounidense provocó una rápida reducción de tipos y, cuando vieron que esa apuesta era del todo insuficiente, aplicaron una expansión cuantitativa sin paliativos. Resultado: abaratamiento del USD. Y por ende, apreciación del euro.

Asfixiada la demanda interna, ahogada en un mar de deuda y con un paro disparado, la salida a la crisis pasaba, sí o sí, por el exterior. Pero, ¿cómo exportar con un euro sobrevalorado?, ¿gozaba España de la competitividad suficiente para adoptar ese modelo alemán? A priori, no. Había que hacer reformas. Y rápido. Esa carestía del euro fue el mejor aliado de Merkel y de los halcones del Bundesbank para obligar a países como España a reformar sus maltrechas economías.

Lo lógico hubiera sido devaluar, como se hizo en los 90. Pero la ortodoxia teutona imposibilitaba adoptar esa vía. El euro era intocable. Así pues, no quedaba otra: se adoptó una devaluación interna que creó un fuerte malestar. La bajada de salarios fue acompañada de una monstruosa destrucción de empleo. El resultado, acompañado por una denostada reforma laboral, significó el aumento de la competitividad de las empresas y un fenomenal arreón exportador.

Pocas veces se ha visto un cambio igual: de los casi 100.000 MEUR de déficit en 2007, se pasó a un déficit de 17.000 MEUR en 2013. Eso significaba que, descontada la factura energética, España pasaba a tener superávit comercial. Lo nunca visto. Las exportaciones españolas crecieron un 37% entre 2007 y 2016. En un contexto en el que los países emergentes arañaban cuota de mercado internacional a costa de los países más desarrollados, España lograba mantener la suya. Hasta ahora.

Como se ha visto, en este viaje ha habido numerosos altibajos. Y si bien es cierto que el sector exterior ha cambiado, crecido y profesionalizado, el pasado año sufrió un fuerte frenazo. Pero esa ya es otra historia.

 

El dato:

Para ver la magnitud del cambio, no hay nada mejor que observar las cifras. En 1985, las exportaciones españolas equivalían a 30.600 MEUR, mientras que en 2018 la cifra había ascendido hasta los 285.000 MEUR. O lo que es lo mismo, se habían multiplicado por 9,5.  En paralelo, las importaciones han seguido un camino parecido: de 36.250 MEUR han pasado a 292.000 MEUR; esto es, se han octuplicado.

Por su parte, en 1985, el PIB en España ascendía a 226.300 MEUR y la renta per cápita, a 5.873 EUR. El año pasado, en 2018, el PIB había crecido hasta 1,2 billones de EUR y la renta per cápita se había encaramado hasta los 26.000 EUR.

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