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La caída del Sha

La huída de Reza Pahleví hace 40 años fue el acicate para el triunfo de la revolución iraní

Foto: Shutterstock

Irán era, y es, el país más importante demográfica, política y económicamente de Oriente Medio. Hasta 1979 fue el gran aliado de EEUU en la región. Al frente estaba el sha, con un régimen autoritario que se descompuso de la noche a la mañana dando paso a una revolución que lo cambió todo en muy poco tiempo.

De hecho, el dominio de Estados Unidos en una región capital para los intereses occidentales por el abundante maná petrolero se fundamentaba en una doble alianza: con la Arabia Saudita de los Ibn Saud, forjada en una reunión en los estertores de la II Guerra Mundial, y con Irán el de Reza Pahleví, tras deshacerse los británicos y soviéticos de su padre, el sha Reza Khan, por filonazi.

Desde entonces, el nuevo gerifalte iraní, unió su destino a los intereses occidentales. En 1953, cuando su primer ministro Mosaddeq intentó nacionalizar el negocio petrolero y sucumbió ante un golpe de Estado propiciado por la CIA y el MI6 británico, el sha no dudó en apoyar esa injerencia extranjera. Y desde entonces hasta su caída, selló su destino a los dictados de Occidente.

Impulsó la conocida como “la revolución blanca”, en la que intentó una modernización del país que muchos entendieron como una occidentalización forzada. Ese particular empeño polarizó Irán y el sha empezó a congregar una frontal oposición que era sistemáticamente represaliada por la temible Savak, la policía política. Este cuerpo policial instauró un régimen de terror, cualquiera podía ser un confidente. Se impuso un manto de silencio, pero el malestar era creciente.

Económicamente, el país prosperó, pero de manera muy desigual. El sha, omnímodo y omnipresente, se había hecho con las riquezas nacionales, que utilizaba a su antojo. Así lo explicó en una lectura imprescindible el gran reportero polaco Ryszard Kapuscinski en El Sha o la desmesura del poder: “Una de las cualidades más tentadoras del petróleo y que más atrae a los poderosos es que refuerza el poder. El petróleo da grandes ganancias y, al mismo tiempo, no crea grandes conflictos sociales porque no genera grandes masas de proletariado ni tampoco importantes capas de burguesía, con lo cual un gobierno no tiene que compartir las ganancias con nadie y puede disponer de ellas libremente, de acuerdo con sus ideas o como le dé gana”.

Esa arbitrariedad y desmesura sembró las semillas de un final que antes de precipitarse dejó momentos inolvidables. El sha y su mujer se convirtieron en objetivo de las revistas de papel couché y en 1971, en plena represión, se produjo, ante la perplejidad mundial, uno de esos excesos que pasaron a la historia: la conmemoración de los 2.500 años del Imperio persa en Persépolis. Fue una fiesta que duró varios días, que contó con la asistencia de líderes mundiales atónitos ante la grandiosidad del evento: las instalaciones se levantaron ex profeso en medio de la nada, se construyó un aeropuerto, así como una autopista para trasladar a jerarcas, reyes y presidentes de medio mundo. Carpas y bungalows en medio del desierto, con una gran carpa central donde se celebraban los banquetes con toda la pompa de un imperio venido a menos. Una extravagancia que salió muy cara, pues hasta la comida se importó desde Maxim’s, el restaurante parisino más famoso de la época.

Esa vida de ensueño, alejada de las preocupaciones mundanas de una población cada vez más alicaída y enfadada, provocó que al final el sha huyera del país y el descontento prendiera la mecha de la revolución. El ayatolá Ruhollah Jomeini volvió de su exilio en Francia y los acontecimientos se precipitaron: la revolución, que en un principio unió a toda la oposición, quedó en manos del clero chií, que la capitalizó e instauró la actual República Islámica de Irán.

Fue un verdadero terremoto político que tuvo numerosas derivadas, aún hoy visibles en el tablero geopolítico de la región. En primer lugar, Teherán se convirtió en enemigo acérrimo de Estados Unidos, que perdió uno de sus dos sostenes en Oriente Medio. Por su parte, las monarquías conservadoras del Golfo se unieron en el Consejo de Cooperación del Golfo en pos de coordinar esfuerzos y buscar que el incendio chií no desestabilizase una región altamente inflamable.

Los países occidentales, por su parte, alentaron a que, desde Bagdad, Sadam Hussein declarara la guerra a Irán para acabar con una revolución que fue capaz de consolidarse a pesar de aquella cruenta e inútil ofensiva. Tras el armisticio, los posteriores errores de cálculo del sátrapa Hussein le llevaron a un desfiladero del que, como bien es conocido, años después no consiguió salir.

Pero la mayor derivada que tuvo aquella revolución es el radical y muy actual enfrentamiento que mantienen Teherán y Riad por el liderazgo regional. No hay un enfrentamiento directo entre Arabia Saudí e Irán, pero representan dos visiones e intereses contrapuestos: Irán, una revolución venida a menos, defensora de los intereses del islam chií, frente a la visión conservadora del islam suní saudí. Entre bastidores, se baten en Yemen, en Irak, en el Líbano y también en Siria.

Su enemistad ha tensionado una región que no se ha sobrepuesto a una revolución que acabó por derrocar a un régimen autoritario para dar paso a otro de igual condición, pero con un portentoso acento religioso que lo controla todo.

Hoy, en Irán, existen los mismos anhelos de cambio, la mayoría de la población no sabe qué fue la revolución blanca ni la Savak, pues no habían nacido, pero saben bien quiénes son los Guardianes de la Revolución, garantes del orden establecido. Con una economía sometida a embargos internacionales y a carencias debilidades intrínsecas del sistema, la democracia islámica se ha demostrado incapaz de ofrecer una mejor vida a sus ciudadanos, que tienen su voto condicionado a la voluntad última de los ayatolás. Bien se puede decir que, en Irán, hoy la voluntad del hombre está sometida a la voluntad divina.

 

Para saber más:

  • Persépolis: Marjane Satrapi narra en formato cómic (también hay versión cinematográfica con el mismo título) las vicisitudes que vivió ella en ese Irán revolucionario: el antes y el después. Del miedo a la esperanza y de esta a la represión. Un retrato muy personal de unos años convulsos y no siempre conocidos para el lector occidental.
  • El Sha o la desmesura del poder: Ryszard Kapuscinski, el reportero polaco narra con temple y suma objetividad los últimos días del régimen del sha. Retrata a la perfección la situación de degradación política y moral de un sistema que no daba más de sí. Es un retrato de época hecho de retales y pinceladas con el que el lector consigue una visión amplia de lo que un día llegó a ser un bastión occidental en Oriente Medio.
  • Argo: Ben Affleck, a veces vilipendiado como actor, consigue esta vez como director contar una historia llena de tensión, sobre cómo se diseñó la fuga de un grupo de estadounidenses que tuvieron la suerte de no quedar secuestrados en su propia embajada en el momento culminante del triunfo revolucionario. Intriga y adrenalina de la buena para una película basada, aunque es una expresión muy manida, en hechos reales.

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